Una
vez más, el sol, con sus rayos cegadores, iluminó el día y coronó la mañana que
empezaba a configurarse entre la lejana y soñolienta melodía de los pajarillos
cantores que todavía parecían formar parte del misterioso mundo del sueño.
Ya,
el rocío cristalino descendía por entre las verdes hojas, cuyas lágrimas
anunciaban un nuevo o viejo día, como tantos otros. La suave brisa de la mañana
se dejaba sentir entre los pliegues de las cortinas y penetraba silenciosamente
hasta la estancia difusa donde ella reposaba.
Casi
enigmáticamente la mañana iba avanzando y su primer suspiro, puro e inocente,
parecía irse corrompiendo paulatinamente. El tic-tac acompasado del reloj
adormecido infundía temor a aquel cuerpo que yacía inquieto en un lento retorno
a la realidad.
Sus
ojos se abrían temerosos, llorosos, carentes de ese fulgor resplandeciente que
mucho tiempo atrás contornearan esas pupilas, ahora marchitadas por el llanto
que hiciera de su joven corazón un manantial de amargas aguas.
Su
pecho empezaba a palpitar asustadizo, con una fuerza consternadora y sus
blancas manos temblorosas se unían entrecruzadas y se aferraban al pecho como
consolándose de tenerse a sí mismas.
Ella
se iba incorporando mientras sentía de nuevo, como cada mañana, su corazón
agrietado bajo su pecho ya débil e inconsistente. Toda la alegría e ilusión que
parecía traer consigo el nacimiento de un nuevo día colmado de luz, de
esplendor diurno, en ella se invertía y transformaba en desesperanza, soledad y
tristeza.
Esa
inquietud que persistía en su ser se acrecentaba día tras día, se consumaba en
su interior y consumía y degradaba su espíritu, su pálida figura.
El
paso del tiempo sembraba en ella el dolor y cada día, cual semilla venenosa,
dañaba despiadadamente sus raíces más profundas y las desintegraba. Por eso,
poco a poco, iba dejando de ser ella misma y su “ego” se desfiguraba.
En
su habitación reinaba el silencio del miedo y flotaba un ambiente de confusión
y desconcierto. Por un momento creyó sentirse feliz… No, se engañaba a sí
misma, porque sabía muy bien que el motivo de su pena no cesaría jamás y la
seguiría atormentando mientras sus ojos permaneciesen abiertos y su conciencia
despierta.
Sólo
el recuerdo de un pasado lejano y de un presente fugaz que se le escapaba de
entre las manos, se arraigaba a su pensamiento y la aliviaba e inmunizaba
momentáneamente de su mal, aunque el antídoto empleado, sin darse ella cuenta,
multiplicaba su desazón.
El
recuerdo, siempre el recuerdo del ayer, que aúna el pasado y el presente desde,
contemplados desde un mañana que ya ha dejado de serlo, la empujaba hacia
adelante violentamente haciéndola partícipe de un mundo que no estaba hecho
para ella, que la oprimía y que pasaba fugaz a su regazo, arrebatándole todo
cuanto ella quería, todo cuanto de verdad deseaba, desvaneciendo sus ilusiones,
sus más profundos deseos, arrastrándola, cual despojo desabrido, por entre
pasajes tétricos y obscuros, por entre mohosos caminos de polvo, absurdos que
desembocaban siempre en un mar de desolación y soledad.
El
mañana la atormentaba y aterrorizaba porque siempre había soñado con un
presente eterno, porque, con ojos entelados y consternados, presenciaba el
fluir de un tiempo que rozaba una felicidad inalcanzable y que hubiera podido
atrapar de no ser por la fugacidad a que ésta se exponía.
Sólo
podía vivir del recuerdo que, sin embargo, se aproximaba hasta el presente,
asomándose hasta el abismo del futuro y desmitificándose como ilusión
perdurable para someterse al azar de un mañana incierto que lo retaba y
destruía el secreto de su magia singular.
Tal
destrucción se producía en su ser al transcurso de un tiempo que no podía
detener ni ella ni nadie y que empobrecía y disipaba sus perspectivas del
mañana, su casi desdibujado futuro y constituía su principal y único motivo de
lucha en su desdichada vida.
Luchaba
contra el tiempo, pero no solo ella pugnaba por lo imposible, porque la lucha
era recíproca y su enemigo y contrincante siempre tuvo, y tenía entonces, todas
las de ganar.
El
único consuelo de su catastrófica visión era su refugio en el pasado, dónde
podía alcanzar esa felicidad tan deseada e incluso esbozar una insólita y dulce
sonrisa.
Era
el suyo un pasado amplio pero fugaz como el viento, un pasado dónde nunca hubo
cabida para el llanto, dónde siempre reinaron ilusiones y sonrisas. Un pasado
aureolado de felicidad, de una luz y esplendor mágicos y persistentes,
inamovibles, permanentes, cual manantial de oros y púrpuras que fluye en
armonía dulce y melodiosa.
El
consuelo del ayer, único motivo de su existencia, la fortalecía y animaba pero
de lo que ella no podía darse cuenta era de que su pasado cada vez alcanzaba
dimensiones más amplias y se intensificaba una añoranza, un recuerdo nostálgico
que, sin embargo, nunca fue fruto de un presente feliz, porque a ella lo que le
impedía esa felicidad del presente era el acoso del futuro.
Si
se remontaba a tiempos pasados, su corazón se recomponía y sus manos cobraban
seguridad y fortaleza, sus ojos se matizaban y brotaba de ellos un resplandor
que iluminaba todo su rostro, libre ya de palidez y tenuemente sonrosado.
Entonces
ella podía reducirse a su esencia, a su “ego” más íntimo sin sentirse
degradada, porque aquellas partículas ónticas que se estaban desintegrando se
unían y aferraban con fuerza y elevaban todo su ser a dimensiones infinitas
donde hallaba plenitud.
Sus
más bellos sentimientos cobraban verdadero sentido en el pasado, porque el
abismo del presente los corrompía y enturbiaba. Siempre había sentido dentro de
sí raudales de amor, de cariño, de amistad, pero nunca habían logrado su plena realización
sino encajados en cuadros del pasado, donde lo imperfecto llega a alcanzar
absoluta perfección.
Ahora,
sentada en la cama, con la mirada perdida en el infinito, escuchaba llorar a su
alma el llanto que ya no podía brotar de sus ojos secos y cansados y se
compadecía de sí misma porque sabía que sólo ella podía escucharse y
comprenderse.
Su
entorno empezaba ya a abofetearla al entrar a formar parte de él y de su
realidad, al desvanecerse el sueño y regresar de nuevo a su cama, a su triste
habitación y, de nuevo, se enfrentaría al tiempo del que, tras el letargo de la
noche, había tomado conciencia.
Cual
aguijón afilado que penetra en carne débil e inocente, haciendo brotar un río
de sangre que borbotonea agranatada, así, el timbre del despertador rasgó sus
entrañas y aceleró su pulso. –Tranquila -se dijo a sí misma -nada hay que se
resista a la fuerza de la mente-.
Entonces
cogió el libro entre sus manos temblorosas, lo abrió despacio y sintió la caricia
lánguida de una lágrima que resbaló por su mejilla. El timbre del despertador
se estaba alejando, se oía lejos, muy lejos… Estaba leyendo en el Libro del
Pasado. Todo cesó. Y ella leía, leía su ilusión, su felicidad. Sus ojos
cerrados se abrían destellantes en el mundo del pasado y allí podían leer la
eternidad de su magia.
Ese
Libro, que ya nunca jamás acabaría de leer, era el mundo con el que ella soñaba
y el que la estaba transportando hasta la felicidad en un viaje que ya nunca
tendría retorno.
Olga María Puig Martínez
23 Abril 1994