Aquel
día, cuando me senté en la terraza de nuestro “Alaska”, como lo hiciéramos
otras tantas veces, supe que algo nuevo me estaba sucediendo. Fue al contemplar
unos ojos que se aparecieron ante mí, misteriosamente, como por arte de magia y
que expresaron nítidamente, entre aureolas verdes y azuladas, un sentimiento
oculto y profundo que yo, entrometidamente, acababa de delatar.
Repentinamente,
descubrí todo aquello que no pudiera ver hasta entonces a causa de mi ceguera y
de mis espesas lágrimas… ¿podía ser amor aquello que nacía en mí, o tal vez no
lo era verdaderamente? Quién sabe. Lo que es cierto realmente, es que una luz intensa
y penetrante traspasó todo mi ser e iluminó mi rostro tenuemente, anunciándome
el comienzo de una felicidad doliente, aunque probablemente esporádica y
efímera.
Por
ello me entregaba, inconscientemente, a la emoción intrépida de la incertidumbre
y a la sensación dañina del amargo enamoramiento que ofrece toda la dicha
embadurnada de espinas y aguijones que pueden neutralizarla, aparentemente,
pero jamás hacerla desaparecer. Porque, cuando se ama, o se cree amar,
cualquier sufrimiento, por amargo que sea, se contrarresta y languidece al son
de la mirada, la voz, la imagen del ser que una tarde pudo aparecer,
misteriosamente, de la misma manera que también podría desaparecer un
imprevisto día.
A ti.
25 Julio 1994
Olga
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