Quisiera hallar las palabras adecuadas y afines a mis sentimientos, a mis sensaciones, a mis anhelos,
pero no lo consigo, por más que lo intento.
¡Cuán difícil es expresar lo inexpresable!, querer plasmar en unas líneas lo que habita en lo más profundo de nuestro ser y pretender aliviar nuestra inquietud y congoja.
¿Acaso es posible sumergirse en la inmensa mar y verse convertido en la más bella sirena o en el poderoso Neptuno?
¿Acaso esa extraña sensación de grandeza y libertad nos permite alcanzar el horizonte y posarnos en él?
Seguimos siendo insignificantes títeres que se mueven al son de la vida, cuyas notas, a veces, distorsionan y descompasan la melodía de nuestro caminar mundano.
Nada cambia, todo sigue igual, a pesar de los deseos que cobija el universo inteligible de nuestro interior, universo atrapado, encasillado y aislado por esta realidad que nos acecha constantemente y que en estos precisos instantes se traduce en vulgar tinta negra que, ingenua, pretende elevarse en palabras y ser algo más, traspasar los límites de la realidad y ser “sentimiento” en estado puro, desnudo, en su quintaesencia.
Debiera dejar de corromper tanta hermosura en abstracto con esta pobre pluma que no es capaz siquiera de intuir su magia, su singularidad.
Sin embargo, sigo escribiendo, casi sin saber por qué,
sigo avanzando, como lo hace la vida, tal vez porque me arrastra injustamente, tal vez porque intento parodiarla y seguir su ritmo eterno e inalcanzable.
A
veces me paro a pensar y me cercioro de que en todo momento existe
alguna razón, por pequeña que parezca, inmensa para el corazón, que nos
empuja y nos permite afrontar nuestro destino,
debatirnos con él y, al fin, invitarlo a compartir nuestra vida, nuestro indefinido camino.
Y ¿Podríamos continuar sin esa pequeña pero gran razón que nos tiende la mano ciegamente?
Alguien un día dijo: “También se vive de ilusiones” y yo, ahora, le diría, en mi absoluta ignorancia,
pero con total sinceridad: “sólo se vive de ilusiones”, porque sin ellas no seríamos nada y con ello quiero decir aún menos de lo creemos ser y, en definitiva, de lo que somos, si es que se puede decir que somos algo.
Tras la aparente faz pesimista de ésta que hoy escribe, reluce también la ilusión y la esperanza que alientan el suceder de la vida, pese a que la debilidad e inconsistencia de tales incentivos zarandean y amenazan mi onírico y lejano anhelo de felicidad.
¿Cómo podría definir esa extraña sensación experimentada,
cuando una transparente y cristalina gotita de agua inunda todo tu corazón, que lucha por emerger día a día y que desfallece en sus frustrados intentos, pero, al tiempo, se siente feliz al sentir la suave caricia del agua embriagando su palpitar?
Quizás baste con un Sueño Platónico e Imposible que nos sostenga,
con una Ilusión que nos empuje a seguir avanzando, que nos eleve y nos transmita la fuerza necesaria para no desfallecer.
Pero siempre nos acecha el abismo del fin, ese fin que sigue a todo comienzo, otorgándole una corona de rosas o espinas.
El Adiós de lo que nunca se conoció, de lo que escapó a los ojos de la realidad,
pero pudieron observar los ojos del corazón en profundidad absoluta.
Nunca vencerá aquella realidad a ésta que mi espíritu intenta reconstruir como tal, porque, simplemente, ha dejado de ser real y se ha superpuesto a ella, tan virtuosa como inocente.
Ante ella me postro, porque despierta mi ánimo y cierra mi herida, permitiéndome ver una estrella resplandeciente en la tenebrosa oscuridad de la noche interminable, en la que, al menos, me consuela la sonrisa de la blanca Luna, lejana, muy lejana.
Olga María Puig Martínez
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